
Este informe del INTA Rafaela analiza cómo dos estrategias de manejo impactaron en el rendimiento y la calidad del silaje en un contexto de condiciones climáticas adversas.
Por Fernando Vilella para Mitre y el Campo
La alfalfa en Argentina es históricamente el principal cultivo forrajero para vacunos de carne y leche, siendo protagonista de varias fases históricas de primer nivel, sin ella no se puede entender ni la ganadería ni el granero del mundo, ni la actual potencia de nuestra bioeconomía.
La palabra alfalfa como tantas otras de origen árabe nos viene desde España, mientras su género científico Medicago nos índica a Medos en Persia donde se la cultivaba desde la Edad de Bronce proveniente del Cáucaso, es la especie sativa con la que se denomina a lo que se siembra o cultiva. Ingresa a Grecia como alimento para caballos con las tropas persas en las Guerras Medicas. Estos la adoptan por sus cualidades forrajeras y de allí se va expandiendo por etapas en toda Europa con los romanos.
Sus principales características son excelente calidad forrajera, altos rendimientos de materia seca (MS) ha-1, y la plasticidad ambiental para su cultivo. Además, por su capacidad para la fijar el Nitrógeno atmosférico a través de la simbiosis con Sinorhizobium meliloti la convierten también en un importante componente de la sustentabilidad de los sistemas productivos. La tecnología para inocular con rizobios es una biotecnología que en nuestro país arrancó en la primera mitad del siglo XX, donde el trabajo del Ing. Agr. Enrique Schiel jugó un papel fundante que generó políticas de fomento desde 1941. Esos trabajos incluyeron trabajos pioneros de inoculación en soja cuando faltaban décadas para su relevancia.
La aparición del barco frigorífico cambió el consumidor y la calidad de los productos. Se pasó del charque para esclavos rurales de plantaciones de azúcar y algodón a clases medias y obreros urbanos europeos. Esa carne fresca o congelada debía reunir calidad desde el origen genético de los animales a la calidad de los pastos que en poco tiempo generaran un animal joven apto para los frigoríficos. Los ganaderos bonaerenses nunca habían sido agricultores, pero uno, Benigno del Carril de Rojas, dividió su estancia en potreros alambrados de 1600 a 2000 Has que subdividió en lotes amojonados de 200 hectáreas, sin alambrado intermedio que arrendó a chacareros italianos, a $ 4 la hectárea por el término de tres años, con obligación de dejar el terreno sembrado con alfalfa al finalizar el contrato. Así obtuvo cientos de hectáreas alfalfadas a mínimo costo, mejorando la calidad a tono con el paladar europeo. Este proceso llevó a un máximo de 8,5 millones de hectáreas en 1926, que además fue el año récord no superado de exportaciones de carne bovina de Argentina. Hoy sola o consociada representa mas de 5 millones de has tanto para consumo directo, enfardar en zonas de secano o riego. Hay grandes oportunidades de exportación de megafardos en un mercado mundial creciente
Así se retroalimentaron el trigo/maíz y lino con la alfalfa, la ganadería y la agricultura con rotaciones que con técnicas de reja y vertedera requieren años de ganadería que restablezcan fertilidad en el sistema de rotación característico de Argentina que investigadores norteamericanos se animaron a llamar “sistema argentino”, porque es el único antecedente mundial a gran escala según nos dicen Arenas, Antonini y Barros en su trabajo titulado “La reina de las Forrajeras”.
La forrajera sola o combinada por unos años aporta materia orgánica, nitrógeno, y sus profundas raíces de varios metros no solo le dan capacidad de captura de agua, sino que también generan vías de circulación de agua y aire.
La historia de la alfalfa une criollos y inmigrantes, agricultura y ganadería, pampa húmeda y zonas de riego, bovinos de carne y leche, consumo directo o enfardada, arado y siembra directa, biotecnología y caballos de tiro, mercado interno con externo. Una historia de la bioeconomía que tuvo un éxito permanente desde hace siglo y medio, un ejemplo a imitar de permanencia siempre uniendo.
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